martes, 18 de diciembre de 2012

Órbitas celestes

La última de sus cartas la había utilizado para señalar el punto por el que iba mi lectura de aquel libro. La verdad es que no pensaba que aquella obra me fuera a decir nada de provecho. Sin embargo, me había llamado poderosamente la atención que un título que podría haberse encontrado en las estanterías de una biblioteca anterior al siglo XV apareciera entre las obras de divulgación científica editadas en este mismo año. Sobre el lugar del hombre en el Universo. Una defensa de la teoría geocéntrica. Estas letras aparecían impresas en negro sobre las tapas rojas, al igual que algo así como un esquema del sistema solar en el cual, sobre cada una de las pequeñas esferas, habían colocado el nombre de un planeta. En el centro de todos aquellos círculos concéntricos se encontraba la que llevaba sobre ella la inscripción “Tierra”.

Llegué a mi casa y dejé el libro a un lado sacando de entre sus hojas aquella carta. Sabía que ella las dejaba en mi buzón directamente porque en el sobre nunca había sello. La desplegué y suspiré profundamente. Su letra era cuidada y el simple hecho de que hoy en día alguien escribiera a mano una carta ya decía mucho de su personalidad. Asimismo, comprobar lo cuidado de sus expresiones, la coherencia que todo el texto sostenía y su limpieza absoluta, sugería que era un escrito que había sido pasado a limpio más de una vez.

Comencé a leer la carta aun cuando podía imaginarme el contenido. Llevaba recibiendo misivas como aquella más de un año y medio. En ellas me decía que pensaba en mí todo el tiempo, que me amaba (cito textualmente) con una fina locura, que todas las letras que se imprimían sobre aquel papel mostraban el amor que por mí sentía. Y todas y cada una de aquellas cartas decían exactamente lo mismo, aun cuando utilizara otras palabras. He de admitir que al principio la novedad fue divertida, pero con el paso del tiempo se tornó un tanto pesada. No es que pareciera amenazadora u obsesiva, sino aquellas cartas eran como comer lo mismo todos los días.

“Hoy no sabría qué decirte”, comenzaba el primer párrafo. Pero como yo sí conocía lo que seguramente vendría después, guardé nuevamente el pliego en el sobre y abrí el libro sobre la mesa. En seguida me vi absorbido por aquella otra lectura. Sus páginas explicaban con asombrosa claridad todas las teorías sostenidas hasta el momento que defendían la posición central de la Tierra, no sólo dentro del Sistema Solar sino también del Universo entero. Explicaba sobre todo la noción mantenida por Aristóteles y cómo el concepto que sostuvo de espacio le había llevado a proclamar que las esferas celestes se encontraban en una especie de danza alrededor de aquella esfera que llamábamos Tierra. ¡Qué absurda parecía aquella teoría!

Entonces me acordé de la carta que todavía estaba sobre la mesa. Abrí uno de los cajones y saqué la carpeta marrón que en su momento había reservado para guardar todas las que me había escrito. Normalmente, en cada una de ellas, describía cada uno de los momentos del día en el que se había acordado de mí, las horas en las que me había pensado y cómo toda su jornada rondaba en torno a un pensamiento acerca de mí. Me contaba cómo imaginaba que sería estar a mi lado, girar acompasadamente mientras bailábamos abrazados por la noche, llegar a casa y poder contarme el día mientras mi sonrisa le iluminaba el rostro. Guardé la carta junto a las demás y retomé el libro.

Aristóteles comprobó que al soltar un cuerpo a cierta altura, éste caía siempre hacia el lugar más bajo en busca del reposo. Y como todos los cuerpos caían hacia la Tierra, ésta debía ser el lugar más bajo y por tanto más céntrico del Universo. Sin embargo, al aparecer la física newtoniana, desechó esta idea. La posición no era una cualidad de los cuerpos sino una referencia respecto de un eje de coordenadas. No había centro en torno al cual gravitar: el Universo era infinito.

Cuando despegué mis ojos de las letras el sol se había puesto. ¿Recibiría mañana otra de aquellas cartas? La situación comenzaba a ser un tanto agotadora. Como no sabía qué hacer para contestarla, en una ocasión dejé pegada con un trozo de celo sobre mi propio buzón, una carta para ella. Decía que no sabía quién era, pero que por favor parase de hacer aquello, que no necesitaba a nadie dando vueltas y más vueltas a mi alrededor. Sin embargo, no funcionó. En su lugar me escribió nuevamente diciéndome que se sentía irremediablemente atraída hacia mí como si una fuerza gravitatoria estuviera actuando sobre ella, y que evitarlo no era cuestión suya sino de la naturaleza.

Sacudí la cabeza tratando de deshacerme de todas aquellas ideas mediante la fuerza centrífuga. Agarré por los extremos las dos páginas contrapuestas del libro y volví a sumergirme en una astronomía de andar por casa. El caso era que aquella obra pretendía demostrar que la misma razón que había desbancado la concepción aristotélica del Universo también podía hacerlo con la newtoniana. Es decir, si era cierto que el Universo no tenía centro al que todos los cuerpos cayeran, entonces no podíamos asegurar que algo se mantuviera fijo mientras los demás cuerpos celestes giran a su alrededor. Las esferas de los cielos se moverían únicamente en relación con un punto de observación concreto. El hecho de haber elegido el sol como punto de referencia únicamente consistía en una cuestión de consenso que, en principio, no mostraba razón alguna para que no pudiera ser abandonada. Los pasajeros de un tren parecen estar quietos unos respecto a otros, pero no es así en relación con quienes los ven pasar desde el andén.

Seguir aquel argumento me había agotado bastante, así que decidí que para descansar un rato leería aquella carta, como había hecho con todas. “Hoy no sabría qué decirte”, comenzaba. Pero después continuaba de una forma abrupta que nada tenía que ver con las epístolas anteriores. No existía la retahíla amorosa a la que me tenía acostumbrado. Aquello hizo que inconscientemente me echara sobre el papel. Decía que no tenía muy claro qué era lo que había pasado, pero no estaba dispuesta a seguir más tiempo con aquello. Abandonaba el baile, dejaría de rondar a mí alrededor. Después, se despedía con un lacónico “adiós”, en el que no se leía siquiera rasgo alguno de tragedia.

Dejé nuevamente a un lado la carta, sin asimilar realmente lo que había leído. Absorto en un instante vacío, sin pensamiento alguno, dejé la carta a un lado y retomé el libro. Las últimas páginas estaban dedicadas a explicar la situación que generaba aquel argumento. Sin centro en el Universo no hay eje privilegiado en torno al cual giren las esferas. La Tierra sólo giraba en torno al Sol en la medida en que habíamos decidido que así fuera al tomar éste como punto de referencia estable. Pero no tenía por qué haber sido así.

Amanecía. La carta arrugada estaba metida entre las últimas páginas del libro. De hecho, a simple vista parecía un pliego más de éste. La cogí mientras observaba cómo aparecían sobre los tejados de las otras casas los primeros rayos de sol. Y sentí que en aquel instante la Tierra se detenía al tiempo que el Sol comenzaba a elevarse en el cielo. Saqué un lápiz del bote que tenía sobre la mesa, extendí un pliego de papel sobre ella, y comencé a escribir una carta sin tener muy claro cómo la haría llegar hasta ella.

FIN

Enrique Forniés Gancedo

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miércoles, 12 de diciembre de 2012

Hallazgo

Tras la impertinencia natural del calendario
aprendimos a lavarnos las manos con respeto.

La sobriedad de un cuerpo
llorado de años
fue nuestra definición exacta.

Nos descalzamos de letras capitales,
para sentir la humedad del lenguaje
y abandonarnos a cualquier cuenta más allá de cero.

Así nos encontraron:
perdidos en el entusiasmo de saber
que desde aquel momento
somos dignos de ser heridos.

Enrique Forniés Gancedo

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miércoles, 5 de diciembre de 2012

Mundanza

Cambiamos de persona
sin mudar de cuerpo
como el papel que conoce el fuego.

Caminamos despedidas
bajo un cristal de cemento
haciendo tonalidad las horas.

Practicamos la alquimia de la papiroflexia
dejando nuestra piel trazada
con pliegues de otras personas.

Sustituimos bocetos por tiempo,
proyectos por horas
y humor por sonrisas.

No hay duda de que en alguno de estos cambios
nos dejaremos la vida.

Enrique Forniés Gancedo

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