domingo, 5 de abril de 2009

Lucidez

Se levantó de la silla con un quejido. Avanzó por la habitación, completamente vacía. Arrastró los pies hasta la ventana y se detuvo ante ella. Llovía. En el cristal se vislumbraban los contornos de su rostro. Él miraba a través de aquella figura. Observaba la ciudad: edificios, columnas oscuras más allá de la lluvia. Comenzaba a oscurecer y las farolas se encendían. Desde allí arriba no podía ver personas, sino las esferas ligeramente estrelladas de los paraguas.

Miró el reloj. Eran las siete y media. Suspiró y se apartó de la ventana. El cielo era rugoso y gris como la piel de un elefante. Con pasos lentos y cansados volvió hasta aquella silla de madera y mimbre, en el centro exacto de una habitación completamente vacía. Se sentó y, sin darse cuenta, se quedó dormido con la cabeza sobre su hombro izquierdo.

Le despertó el timbre del telefonillo que alguien tocaba insistentemente. Sin desperezarse avanzó hasta el auricular y lo descolgó:

-¿Sí? -Preguntó arrastrando por la lengua todas letras.

-Abre, soy yo -respondieron con voz metálica.

-Llegas tarde.

-Lo sé, soy yo el que llego.

-Habíamos quedado a…

-¿Quieres abrir? -Le interrumpió el otro-. Aquí abajo está lloviendo a mares.

-Sí -respondió mecánicamente mientras accionaba el botón de apertura.

A través del telefonillo pudo escuchar pasos y la puerta que se cerraba tras su interlocutor. Permaneció inmóvil, a la espera, hasta que oyó la siguiente puerta que les separaba, la del ascensor. Aunque esperados, los tres golpes secos en la puerta que sirvieron de llamada lo sobresaltaron. Abrió.

-¿Se puede saber qué es esto? - le increpó el otro nada más aparecer. En su mano llevaba un papel perfectamente doblado por la mitad.

Bajó la cabeza y dio media vuelta, dejando la puerta abierta.

-¡Eh! ¡Fernando! Te estoy hablando -le llamó el otro desde el umbral.

Pero no le hizo caso. Siguió caminando hacia el interior de la habitación, cabizbajo, en silencio, dándole la espalda. Ante aquella situación, el otro decidió entrar y cerrar la puerta tras de sí. Miró entonces hacia las paredes de la casa, al techo, hacia las puertas entreabiertas de las demás habitaciones.

-Fernando ¿qué has hecho con todo?

Pero Fernando se había sentado nuevamente en la silla de madera y mimbre, de espaldas a él.

-Lo vendí. Lo he vendido todo, incluso el piso - oyó que le respondía sin volverse.- Y lo que no pude vender lo regalé.

Fuera seguía lloviendo.

-Y esto qué es ¿otra de tantas? - volvió a insistir el otro mientras alzaba nuevamente el papel.

-No, Carlos, esta es de verdad.

-¿De verdad? -Carlos dio unos pasos hacia Fernando, que seguía completamente de espaldas a él, mirando por la ventana a través de los bordes difusos del reflejo de ambos en la ventana-. ¿Sabes cuántas notas de suicidio has dejado este año? -la respuesta fue un crujido de la silla cuando Fernando cambió de postura-. Yo sí, me he tomado la molestia de contarlas según venía para acá. Es más, - del bolsillo del abrigo sacó un manojo de papeles arrugados - las he traído: las cinco notas y la última que me has dejado en el buzón-. Después las arrojó contra el respaldo de la silla, quedando desperdigadas alrededor de ésta.

Fernando se inclinó y apoyó los codos en sus rodillas. Su respiración era lenta y pesada.

-Esta vez se acabó -comenzó con la vista fija en el suelo-. Todo va a salir como tengo previsto. No puedo soportarlo más.

-¿Qué es lo que no puede soportar? ¿Eso que dices en tus notas? ¿Eso de no soportar la idea de la muerte, de no ser capaz de acarrear con la idea de tu propia muerte? ¿Qué clase de poemas adolescentes son esos? Nadie se suicida porque vaya a morir, porque no pueda soportar la muerte. La gente se suicida porque no puede soportar la vida.

Fernando no contestó. Se incorporó lentamente y miró hacia los papeles que Carlos le había arrojado. Después, por un instante, le miró a él a los ojos, en silencio, con las cejas arqueadas y la boca entreabierta, en un gesto entre la admiración y la incomprensión. Luego volvió a girarse y comenzó a caminar hacia la ventana.

-Ven, Carlos, acércate.

Con un movimiento repentino la abrió. El golpeteo caótico y algodonoso de la lluvia penetró en la habitación. Resoplando con impaciencia y la manos en los bolsillos, Carlos caminó hasta situarse a su lado. Fernando miraba al horizonte, entre la lluvia.

-Hoy voy a saltar, no voy a retrasar más tiempo la muerte - después se giró hacia Carlos y le miró con una expresión extraña en el rostro, fuera de sí-. Y si todos no fuéramos unos locos, si fuéramos realmente lúcidos, haríamos lo mismo, saltaríamos ahora mismo.

Carlos lo observaba con la expresión paciente de un padre hacia el hijo que reclama atención constante.

Fernando se aproximó a la ventana y asomó al exterior la mitad de su cuerpo mientras apoyaba las manos en el alfeizar.

-Son diez pisos -dijo-. Es una altura suficiente.

Después se apartó de la ventana y caminó hacia el interior de la habitación, en silencio.

-Tú no lo entiendes -prosiguió al fin-. No acabas de entender nada de lo que intento explicarte.

- No -reconoció Carlos mientras se giraba para mirarle-. No entiendo por qué haces esto, qué intentas conseguir.

Fernando alzó la vista sin levantar la cabeza.

-Tengo un objetivo, enseñarle algo al mundo: la lucidez, la realidad única y constante de la muerte.

Carlos le miró durante un instante a los ojos. Después sonrió mientras soltaba el aire y se apoyaba cómodamente sobre el marco de la ventana.

-Has leído demasiado a Ciorán y a Heidegger -le dijo-. ¿Me has hecho venir para decirme eso? ¿Para hablarme de tu lectura obsesiva y paranoica de ciertos filósofos? ¿Era eso lo que querías enseñarme?

-No, no era únicamente eso -respondió mientras levantaba la cabeza-. Te he dicho que tengo un objetivo, un destino: volver lúcida a la humanidad, sacarla de su locura. Por eso sé que si alguien se resiste a la lucidez, tengo la obligación de despertarlo.

Carlos no tuvo tiempo de reaccionar. Fernando se abalanzó sobre él. El cuerpo de Carlos basculó sobre el marco de la ventana como un balancín infantil. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar, la sorpresa y el miedo arrancaron las palabras de su boca. Desde el décimo piso, Fernando oyó el golpe seco de un cuerpo contra el suelo. Después, la lluvia continuó su ritmar caótico y algodonoso.

La policía sólo encontró un cadáver, una ventana abierta, un piso que no pertenecía nadie y varias notas de suicidio.

FIN

Enrique Forniés Gancedo

Gracias por leer este relato.
Si quieres saber algo más acerca de mis libros, haz clic aquí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario