lunes, 9 de enero de 2012

Moebio

Llevo esperando horas. Llueve. Hace frío. No tengo humor ni cigarrillos. Me meto las manos en los bolsillos por crearme la ilusión de mantenerlas ocupadas. Pienso. No encuentro ideas. Trato de imaginarme cómo será el encuentro. Hace años, más de diez, que no la veo. Estará cambiada. Pero yo también. No nos reconoceremos. Eso jugará a mi favor. Llevo horas esperando.

La carretera se ilumina y aparece un coche azul oscuro. Por el ruido es un motor diesel. Demasiado revolucionado. Se detiene frente al portal desde el que observo la escena y se abre la puerta del copiloto. Veo bajarse a una mujer. No sé si es guapa. Sólo veo las piernas. Llueve a cántaros y mirarla es como ver una imagen codificada. No lleva falda. Calza unas deportivas blancas. El bajo acampanado de sus pantalones está empapado. Tras darse un impulso sale completamente del coche. Lleva una sudadera roja con la capucha echada sobre la cabeza. La miro. No distingo su rostro. ¿Será ella?

Llueve a mares. Querría pensar que es ella pero no soy capaz de reconocerla. No le veo el rostro. Aunque daría igual verlo porque en diez años podría haber cambiado mucho. Ella nunca me gustó. Esta no es de esas citas. No es un amor de mi adolescencia. Siempre consideré que era fea. Simple y llanamente fea. No tengo ningún interés en ella a ese nivel. Y creo que ella siempre pensó que yo era feo. Nos llevábamos bien.

El coche se aleja con el mismo sonido de motor diesel demasiado revolucionado. Las luces se alejan y la calle vuelve a quedar a oscuras. Desde que empezó la tormenta las farolas están apagadas. Sigo sin poder ver su rostro. Está considerablemente más delgada. La sudadera roja empapada se ciñe a su cuerpo y deja intuir una figura esbelta. Quizá demasiado esbelta. El cambio era de esperar. Era cuestión de tiempo. Avanza hacia el portal en el que me encuentro e introduce su mano derecha en la manga. Es posible que vaya a sacar algo. Quizá sea una pistola o algún otro tipo de arma. No se me ocurre otra razón para ese gesto. Meto la mano en el bolsillo del abrigo y agarro la culata de mi revolver. Coloco el dedo en el gatillo. Ella sabe que el único motivo por el que podría haber metido la mano en el bolsillo es el de coger una pistola. Nos conocemos.

Llega a mi altura y se detiene. La tengo frente a mí. Sigo sin poder verle el rostro porque la capucha le hace sombra. Es como tener enfrente una persona sin cabeza. Yo llevo el rostro descubierto y ella parece haberme reconocido. Saca la mano de su manga y en ella brilla el cañón de una pistola. He acertado y eso me satisface. Sigo teniendo intuición. Me apunta con el arma en silencio. Está lloviendo a cántaros y no hay nadie en la calle. Las farolas están apagadas.

―¿A qué has venido? ―le pregunto. Sorprendentemente consigo que no me tiemble la voz.

―A contarte historias ―su voz sigue siendo la misma y el tono irónico continúa sonando igual de hiriente―. ¿Tú qué piensas?

―Vienes a matarme.

―He traído una pistola.

―Luego vas a matarme.

―Tú también tienes una pistola.

―Yo pretendo matarte.

Toda la conversación se desarrolla en un quietismo absoluto. Mi voz suena mucho más firme de lo que hubiera esperado. Utilizo un tono convincente. Pero toda la certeza se desvanece cuando ella agita el cañón de la pistola frente a mí. Una gota de sudor frío recorre mi espalda.

―No estás en la mejor posición para ello ―responde al fin. Su voz nunca fue especialmente agradable, pero las palabras que utilizaba lo eran en ocasiones. Parece haber perdido el segundo de estos factores.

―No pretendo haber tomado posición alguna.

Con su mano izquierda echa la capucha hacia atrás. Es como estar frente a una persona que se parece a alguien que conocí. Lleva el pelo corto y un flequillo largo de medio lado. El hecho de ser rubia contrasta notablemente con la sudadera roja. Se ha maquillado sin excesos y lo que destaca son sus labios carmín. La miro a los ojos. Castaños. El primer reflejo es sonreír, pero si ella no lo hace el gesto resultaría absurdo. Agarro con fuerza la culata de mi pistola.

­ ―¿Quién era? ―Pregunto haciendo un gesto con la cabeza.

―¿El del coche? ―Responde ella repitiendo mi gesto como el reflejo de un espejo―. Un amigo al que le venía bien dejarme aquí.

―Le venía bien llevarte a matar a alguien ―continúo intentando averiguar cómo debería ser el tono del sarcasmo. Es una cualidad que siempre he apreciado de mí. La habilidad para decir lo mismo que ha dicho el otro pero con palabras hirientes. No es una simple cuestión de traducción. Es el arte de la tergiversación.

―El cínico de siempre ―en su tono se aprecia que ella no disfrutaba tanto como yo de esa habilidad.

―Pues tú no siempre fuiste rubia ―desgraciadamente es una capacidad de la que me resulta difícil salir. Posiblemente esté en su propia naturaleza.

Sé que ya no puedo hacer nada más. Vinimos a matarnos el uno al otro y por alguna razón he sido incapaz de sacar el arma. Ella me apunta a la cabeza y cualquier movimiento por mi parte sería más lento que la simple tensión de su dedo índice. Sigue lloviendo a mares y la ropa se ciñe cada vez más a su cuerpo. Siento ganas de besarla. Cada vez me resulta más atractiva. No estoy refrenando mi impulso de sacar el arma lo más rápido que pueda. Estoy intentando controlar un instinto sexual. La vida con ella podría ser interesante. Ideas fuera de lo normal y una relación apasionada. Antes también podría haber sido así, pero el hecho de estar bajo la lluvia dota de sensualidad a la idea. Lástima que ahora tengamos que matarnos.

―Por otro lado, estás muy cambiado ―continúa ella haciendo caso omiso a mis palabras―. Estás más guapo que la última vez que nos vimos.

Aquello hace que algo se desancle en mi interior. Algún eslabón se ha soltado dejando que el globo que mantenía amarrado vuele libre. Exhalo el aire sin haber percibido que lo había estado aguantando. Es una extraña sensación de alivio, una expectativa resuelta de manera satisfactoria. No me importa que me mate o que el tiro únicamente me deje malherido. Comparado con esa frase todo lo demás se disuelve en nimiedades. Ella nunca me atrajo sexualmente. De hecho, si alguna vez hubo algo que nos uniera fue la propia repulsión que nos causábamos. Además, hoy había acudido con la absoluta certeza de que ella intentaría matarme. Y sin embargo, ahora descubro que mi auténtica preocupación acaba de ser resuelta. Es más, ni siquiera recuerdo por qué hemos acudido hoy. Armados.

―¿Cuál fue el origen de todo esto? ―le pregunto a ella un tanto confuso.

―No hay origen ―responde ella de manera inmediata―. Ninguno de nuestros actos fue el desencadenante de todo esto.

―¿No fuimos nosotros quienes acordamos esta cita?

Ella parpadea lentamente, como una maestra calmando sus nervios ante el alumno que enlaza respuestas erróneas sin pensarlas.

―Nosotros la acordamos ―confirma ella sacudiendo imperceptiblemente la cabeza―. Pero la razón por la que concretamos que fuera así no estuvo en nuestras manos.

Es posible que ella piense que nuestros actos son como la lluvia. Algo que acontece indefectiblemente ante ciertas condiciones. Algo que lo impregna todo y se derrama por el mundo como caído del cielo sin más lógica que la necesidad. Y nosotros no somos más que objetos de la naturaleza sujetos a leyes físicas que cumplen con el desarrollo de la cadena.

―No creo que con eso solucionemos nada ―corto tajantemente―. Decir que no sabemos por qué hacemos las cosas no es dar una respuesta sino silenciarnos para siempre. Los dos estamos aquí y debe existir una respuesta para ello.

Ella me mira a los ojos y se encoge de hombros.

―Si no hay respuesta quizá sea porque no hay realmente una pregunta.

―¿Y hemos venido a matarnos sin saber por qué?

―¿Acaso sabemos algo más que el instante?

Llueve con menos fuerza pero sigue lloviendo. Su pistola sigue apuntándome directamente a la cara. Su expresión es fría y su cabello rubio. ¿Por qué se habrá teñido el pelo? Seguramente esté relacionado con el hecho de que ahora se encuentre frente a mí, empuñando un arma. Incluso uno de estos dos factores podría ser la causa del otro. O no depender en absoluto de nada de lo que ahora mismo está ocurriendo.

―¿Pretendes que me crea que el mundo es así de absurdo?

―Intento hacerte ver que saber lo que hacemos es tan difícil como saber por qué lo hacemos ― noto como su dedo índice se tensa en torno al gatillo ―. Yo ahora mismo voy a mover los dedos de mi mano y posiblemente esto nos lleve a una situación distinta. Pero no sé cuál será hasta que suceda.

Mis dedos se aferran a la pistola que llevo en el bolsillo. Ella lo sabe y posiblemente se refiera a este acto al hablar de una nueva situación. ¿Cuál ha sido la causa de mis actos? Si ahora desenfundara mi pistola y disparara antes que ella consiguiendo matarla ¿habría sido aquel movimiento de su dedo la causa de su propia muerte? Me doy cuenta de que no sé qué es lo que estoy haciendo en este momento. Mis motivaciones han desaparecido. Estoy a la espera de estímulos que dirijan mis actos. Sin motivo para ello sacudo la mano de mi bolsillo con la intención de que ella la vea. Quiero ver su reacción al creer que voy a sacar un arma. Pero ella no se mueve. Permanece impasible con el brazo estirado hacia mi cara y el dedo flexionado sobre el gatillo. No todos los estímulos funcionan. No todo lo que sucede son causas.

―Nunca fuiste muy listo ― asegura lentamente ―. Siempre tratando de buscar la razón de todo, la lógica del mundo, ¡el sentido de la vida! ―Y mientras lo dice agita el cañón de la pistola en pequeños círculos concéntricos.

―Y tú siempre tan absurda. ―Mis palabras salen sin fuerza, incapaces de herir en ningún sentido.

―Por eso yo ahora tengo la pistola y tú aún no la has sacado del bolsillo. Seguro que antes de venir has estado dando vueltas por la habitación, tratando de decidir si cogías o no el arma, buscando un motivo, una razón, por la cual debías coger la pistola con la intención de utilizarla. No podías decidirte. De hecho, has estado dudando entre venir o no. Te has sentado en el sillón, te has levantado, te has vuelto a sentar, has ido hasta la ventana y has vuelto al sillón. Has simulado tener un conflicto interior, como si tanto una como otra posibilidad contaran con motivos suficientes para llevarla a cabo. Y entonces te has levantado, has cogido el arma y has salido por la puerta pese a la lluvia. Después has tomado un camino muy concreto, el mismo que siempre haces cuando pasas por aquí, uno que sabes que es más corto pese a que hoy te apetecía tardar un poco más de lo normal. Por eso has llegado demasiado pronto, con un arma en el bolsillo y ningún motivo para utilizarla.

―¿Y me vas a matar por ello? ―Es la pregunta más ingeniosa que se me ocurre. Haber visto descrito mi día con tanta fidelidad me ha dejado bloqueado. Ha dejado de llover pero no creo que pueda secarme nunca. Ella está frente a mí, con un mechón rubio pegado a la frente y completamente empapada. Quizá la causa de todo esto sea el color que elegí en tercero de primaria para pintar el cielo. Posiblemente eso pusiera en funcionamiento una cadena infinita de causas. Azul cielo. Ni una sola nube. Visión clara. Despejado. Si hubiera situado una nube, hubiera elegido otro color para el cielo o hubiera dibujado el sol en el centro, la profesora no hubría puesto mi dibujo junto al de ella y nunca nos hubiéramos conocido. Ahora estaría en otra parte, jugando una partida de póker en Paris después de una cena en el Bateaux Mouches. Pero sucedió así y no sé hasta qué punto aquel color era el mejor para el cielo.

Ya no llueve. Es de noche y las farolas no funcionan. La tormenta ha pasado. Ni una nube en el cielo. Pequeñas estrellas de número infinito. La noche es clara. La idea de morir me genera pensamientos o son ellos los que generan la idea de morir. No importa la dirección de la cadena. Tampoco importa el hecho de que cogiera el arma pero no la cargara. No encontré motivos para ello. El cielo, oscuro, parece más claro que cualquier otro que haya visto. No sé de qué será causa todo esto, qué sucederá a continuación debido a que ella apriete el gatillo. Posiblemente yo muera o me despierte en París. Pero eso es lo de menos. Eso no es el verdadero efecto de todo esto. Quizá cambie el color del mundo o alguien se enamore de quien no debe. Tampoco importa porque esto no será decisivo. No es más que un eslabón anclándose a otro con un fuerte estampido.

FIN

Enrique Forniés Gancedo

Gracias por leer este relato.
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