martes, 20 de noviembre de 2012

Causabilidad

El despertador tronó a las cinco de la mañana porque el día anterior lo había dispuesto así. Lo hizo porque había recibido una llamada citándole para una entrevista de trabajo al día siguiente. Llamada que era el fruto de haber mandado su currículo a una oferta de empleo que encontró en una página de Internet. Bajo otras circunstancias podría haberse levantado más tarde, pero dos días atrás se le había averiado el coche al no pisar correctamente el embrague durante un cambio de marchas, así que debía hacer el trayecto en transporte público y desconocía el tiempo que esto le llevaría. La caja de cambios se había estropeado porque forzó la palanca sin pisar el embrague hasta el fondo, pues su condición de zurdo había provocado que tuviera el pie izquierdo resentido por haber dado una patada a una lata que, pese a estar tirada frente a su casa en la acera de la calle, no estaba vacía.

Aun cuando lo hubiera prometido, el mecánico no le había devuelto el coche a tiempo porque no había conseguido terminar todo el trabajo que tenía previsto para esa semana. Y no lo había hecho porque llevaba durmiendo mal algo menos de un mes. Daba vueltas en la cama, le habían salido brotes de dermatitis y discutía con su mujer acerca de la responsabilidad de cada uno sobre el hecho de que su hijo hubiera suspendido cinco asignaturas. Discutir lo alteraba, así que después de estas conversaciones no conseguía conciliar el sueño. Sin embargo, desconocía que su hijo suspendía porque no le gustaba lo que estudiaba. Hacía tres años que había elegido aquellas asignaturas que su padre le sugirió únicamente porque sabía que a su padre no le gustaba discutir y no pretendía disgustarlo. Era un buen chico aunque algo confuso. El caso es que, al no contar con el coche a tiempo, la tarde anterior a la entrevista había tenido una amarga discusión con el mecánico durante la cual le hizo saber lo importante que era para él haber tenido el coche ese día y lo mucho que le afectaba su irresponsabilidad.

Continuaba dándole vueltas a aquellas ideas cuando se apeó del autobús. El lugar donde se encontraba la parada era el comienzo de una calle infinita con inmensas naves industriales plantadas a los lados. Dio la casualidad de que era la primera vez que el conductor hacía aquella ruta, así que no pudo darle ninguna de las indicaciones que le pidió. Era pronto, por lo que no había nadie caminando por las aceras. Los únicos habitantes de aquel lugar parecían ser inmensos camiones de seis ejes que pasaban a su lado desprendiendo ruido y calor. Se detuvo tratando de recordar el nombre de la calle que le había dicho aquel tipo por teléfono. Cuando colgó había apuntado la dirección en un borrador de mensajes en el móvil, pero había dejado el teléfono en casa porque esa misma madrugada se le había quedado completamente sin batería. Lo había llamado una amiga a las cuatro de la mañana para contarle que su gato había muerto. Lo había llamado a él porque sabía que era la única persona que podía entenderla. Habían mantenido una relación dos años atrás en la que compartieron muchas confidencias al coincidir con un periodo duro de la vida de ella. A los dos meses de comenzar la relación, los padres de aquella chica habían muerto en un accidente de tráfico. Desde aquel instante, se había volcado en él completamente y él se había acostumbrado a escucharla en todo momento. Aquella madrugada afirmó una costumbre que nunca se había perdido: ella sentía necesidad de hablar con alguien que comprendiera la importancia de que su gato hubiera muerto, así que él la escuchó hasta que su móvil también murió porque sabía que ella lo había pasado mal con la muerte de sus padres. Así que esa mañana había tenido que marcharse sin teléfono móvil y sin la posibilidad de comprobar una última vez la dirección que le facilitaron. Y ahora se encontraba en medio de una calle sin principio ni fin, incapaz de recordar la dirección porque no hacía más que acordarse de ella y de su gato y de lo mucho que le habría afectado aquello debido a su carácter sensible a esas cosas desde la muerte de sus padres. Además, él había tenido una gata, por lo que era consciente de lo que suponen ese tipo de cosas.

Decidió caminar en línea recta, calle arriba, porque no podría haberlo hecho de otra forma. Buscar de manera aleatoria por las callejuelas que salían de uno y otro lado hubiera sido tan ridículo como absurdo. Resultaba imposible calcular las probabilidades de acertar por casualidad con la que calle que estaba buscando. Decidió que caminaría por la avenida principal, en línea recta, hasta encontrarse con alguien a quien pudiera preguntar, aunque tampoco tuviera muy claro qué podría haber preguntado de haberse encontrado con alguien. Pero esto último no importaba. Al fin y al cabo la decisión estaba más allá de toda lógica: caminar en línea recta era lo que hacía cuando se perdía desde que tenía nueve años. Dando un paseo con sus padres se había soltado de la mano de su madre porque en aquel preciso instante el dueño de una tienda de juguetes colocaba en el escaparate un oso panda de peluche del tamaño de una persona adulta. Se acercaba la navidad y aquel hombre, dueño de una pequeña pero luminosa tienda, siempre había sentido preferencia por los osos panda desde que sus padres le regalaron uno de peluche el día que le sacaron una muela porque le estaba saliendo otra exactamente en el mismo sitio. Cuestión de genética, pues a su abuelo le había pasado exactamente lo mismo y como por aquellos tiempos no se estilaba tanto ir al dentista, estuvo toda la vida con dolores en el lado izquierdo de la boca. Cuando giró la cabeza para comentar el tamaño del oso con sus padres, en lugar de con sus padres se encontró con un agitado mar de piernas. Así que dio media vuelta en línea recta y caminó tratando de no llorar hasta que un policía lo encontró y lo llevó a comisaría, donde sus padres lo recogieron. El policía le recriminó su falta de responsabilidad y lo mucho que habría disgustado a sus padres debido a lo importante que un hijo es para ellos. De camino a casa, para aliviarle el llanto y como adelanto de lo que iba a ser su regalo de navidad de todas formas, al pasar frente a una tienda de animales, sus padres le regalaron una gata color canela con rayas en el lomo. Así que, siempre que se perdía, caminaba en línea recta hasta que encontraba algo que le sirviera de referencia debido a la muela torcida de aquel señor que murió antes de que él naciera.

Pese a que tanto él como el tiempo avanzaban, las aceras continuaban desiertas. Sus únicos acompañantes eran aquellos gigantescos camiones de seis ejes que pasaban por su izquierda haciendo retumbar el pavimento. Al tropezar con un bache, de la caja de uno de aquellos camiones salieron disparadas varias plumas blancas, probablemente de gallina. Imaginarse aquellas aves, apiñadas en jaulas unas encima de otras, le hizo sentir nauseas. Eran cosas como esa las que le reforzaban en su vegetarianismo. Decidió dejar de comer carne a los doce años. Soñó que se comía a la gata que le regalaron sus padres mientras ésta le pedía explicaciones al respecto. Como en el sueño no encontró ninguna razón que darle al animal, una vez despierto tampoco la encontró para continuar comiendo carne, así que, en cuanto sus padres se lo permitieron, abandonó el hábito de consumir de carne. Aquello hizo que comenzara a soñar con fundar una granja ecológica donde a los animales se los tratara con delicadeza y respeto. Principalmente tendría vacas y gallinas que, junto a lo que plantara en el huerto, le aportarían lo básico para vivir. Sin embargo, aquel proyecto se quedó en conseguir que a los dieciséis años sus padres le dejaran cruzar a la gata. Después, como no podía hacerse cargo de ellos, los cachorros fueron regalados a diferentes personas. Y algunas de aquellas mascotas fueron también cruzadas. Una de ellas, una gata también de color canela pero sin rayas en el lomo, tuvo una camada de tres machos y dos hembras. De estos, el macho de la mancha negra en la punta de la nariz fue adoptado por una chica cuyos padres morirían en un accidente de tráfico probablemente debido a un fallo en los frenos del coche. Ella nunca hubiera tenido gato, pero aquella mancha en la nariz le despertó algún tipo de ternura. Él había pasado incontables tardes lluviosas acariciando a aquel gato.

El camión se detuvo unos metros más adelante, frente a la puerta de una nave industrial de paredes grises y puerta metálica. Posiblemente, hubiera sido la oportunidad idónea para preguntar al conductor por la dirección que andaba buscando. Sin embargo, no hubiera servido de nada porque seguía sin poder recordar la dirección porque el gato de su novia se había muerto. Además, comenzó a sentir nauseas ante la idea de cruzarse con el individuo que conducía aquel camión: alguien al que no le importaba el trato que se le diera a los animales siempre y cuando pudiera intercambiarlos por dinero. Pero si continuaba caminando por aquella acera no tardaría en pasar junto a la cabina del vehículo. Además, tampoco podía soportar la idea de pasar junto a aquellas jaulas y asistir al horrible espectáculo que seguramente encontraría. Le asaltó la imagen de sí mismo devorando a su gata mientras ella le pedía explicaciones con una enigmática sonrisa bajo los bigotes. Miró hacia ambos lados y comenzó a cruzar la carretera adelantando con cuidado el pie izquierdo porque todavía lo tenía resentido desde que había dado aquella patada a la lata de la calle que resultó no estar vacía.

No vio acercarse al camión que venía por su izquierda porque el último lado al que miró mientras comenzaba a cruzar la carretera fue el derecho. Tampoco lo escuchó porque apenas oía por su oreja izquierda desde que su hermano le metió en ella un lápiz durante una discusión cuando tenía cinco años. Por eso tampoco había oído alejarse a sus padres cuando se quedó mirando el inmenso peluche en la tienda de juguetes y por eso caminaba recto cuando se perdía. De ahí que le hubieran regalado un gato cuya descendencia moriría años más tarde dejándolo a él perdido en la calle sin una referencia clara sobre el lugar al que se dirigía. Pero aquel lápiz no hubiera tenido punta si su tía no le hubiera regalado un estuche con un set de dibujo que incluía un brillante sacapuntas amarillo de plástico. Se lo regaló porque aquel quince de mayo era su cumpleaños, pues sus padres lo engendraron en agosto durante un viaje a California. Durante aquel viaje, sus padres recogieron un pequeño puñado de piedras en cada uno de los lugares que visitaron. Después, como símbolo de su felicidad y el futuro que adivinaban, los guardaron todos en una lata que hacía tiempo que no encontraban.

Durante el juicio, el camionero aseguró que no podía esperar que aquella persona saltase repentinamente delante del vehículo. Estaba caminando en línea recta y de pronto se lanzó a la carretera. Nadie podría haberlo averiguado. Además, el conductor alegó que, si pretendían ser seres humanos, todos los asistentes debían comprender su situación: su padre estaba enfermo y venía directamente del hospital con serias y profundas preocupaciones en la cabeza. Era imposible que hubiera podido percatarse de las absurdas e ilógicas intenciones suicidas de aquel hombre: esa gente está desesperada y actúa sin sentido. Y era cierto que había pasado la noche en el hospital, acompañando a su padre, sin apenas dormir, porque aquella noche su hermano no se pudo quedar aunque le tocara hacerlo. Discutieron y se acusaron entre ellos de no ponerse en el lugar del otro.

Falta de comprensión: es lo que dijo el conductor que había en este mundo cuando lo citaron a juicio.

FIN

Enrique Forniés Gancedo

Gracias por leer este relato.
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1 comentario:

  1. Me ha encantado Enrique... Al menos te leo aquí y me quedo esperando alguno de tus poemas que tanto echo de menos.

    Un abrazo

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