jueves, 10 de enero de 2013

Estratos

Si contáramos la materia del universo sería una partícula desechable, inútil e invisible. Un suceso irrelevante, mínimo, de duración insignificante entre los acontecimientos de la historia. Una superficie opaca, oscura, sin reverberación lumínica en comparación con el más ínfimo de los objetos existentes. En resumen: un cuerpo, una vida humana. Eso es lo que somos.

Aquellas últimas palabras fueron acompañadas con un gesto teatral, recorriendo con las manos la distancia existente entre su cabeza y sus rodillas. El tono con el que una frase fue encadenándose con la siguiente sugería un ensayo previo, una oración elaborada minuciosamente con anterioridad y almacenada en la memoria para sacarla a relucir con dramatismo en el momento oportuno.

—Si hay guerras— continuó agitando su mano derecha con violencia mientras enumeraba—, hambre, miseria, injusticias —tomó aliento—, sus causas y soluciones nada tienen que ver con nosotros.

Resbalaban las últimas horas de una tarde sobre las húmedas paredes del hotel. Se levantó de la cama y caminó lentamente hacia la ventana. En su trayecto recogió la taza que había dejado sobre la mesilla, abrió la ventana de doble hoja y de su bolsillo sacó un paquete de cigarros. Sacó uno, lo encendió, dio una profunda calada y expiró el humo en un profundo y denso suspiro. Ella, entre divertida y asombrada, lo observaba sentada en la misma cama en la que él había estado tumbado momentos antes. Lo hacía como quien asiste a la representación de una obra de teatro que previamente ha leído: sin esperar novedades del texto sino de los gestos y la interpretación del actor.

—Siempre se puede hacer algo al respecto —contestó ella a sabiendas de que únicamente estaba dando la réplica—. Formar parte de algo. No somos más que personas, es cierto, pero la historia cuenta lo que hicieron las personas, sus motivaciones, sus actos y sus repercusiones. De lo contrario —exclamó mientras barría el aire con su mano derecha—, si todo fueran causas y efectos, para conocer lo que ha sucedido en el mundo únicamente estudiaríamos biología y geología. O si me apuras, tan solo física.

—Es posible —contestó él mientras dejaba la taza en el alfeizar de la ventana, se metía la mano derecha en el bolsillo y se giraba hacia la calle—. Las explicaciones históricas y las de vidas de las personas son irreconciliables, ocurren en mundo separados. —Ella lo veía gesticular desde su espalda con el cigarro encendido—. Cuando los libros hablan de Napoleón no lo hacen sobre el individuo, sobre la persona. Napoleón aparece como un acontecimiento en sí mismo y sus palabras delante de las pirámides no las dice una persona. Ni siquiera se la dice a sus soldados. Napoleón sólo es un instrumento a través del cual se manifiestan sus palabras. Y quien las escucha no es una persona sino la historia. Napoleón tan solo es el canal a través del cual fluye la historia —y al decir esto dejó que sus palabras se arrastraran suavemente por su lengua hasta encontrar salida entre sus labios—. Pero lo que discutiera con sus amigos, las flemas de la mañana, las personas con las que se cruzaba cada día y a las que nunca saludaba, sus flatulencias en la siesta, eso nada importa —afirmó mientras deslizaba su mano derecha sobre el aire dibujando un abanico. Después se detuvo y volvió a dar una calada al cigarro para expulsar repentinamente el humo con violencia, como si una idea lo empujara hacia el exterior a modo de fuelle—. Nuestras vidas transcurren en un mundo cuántico mientras que la historia lo hace en el de la teoría de la relatividad.

—¿A qué te refieres? —contestó ella inclinándose hacia adelante, repentinamente interesada por la aparición de una línea de texto completamente nueva en aquel drama.

—Esta taza, por ejemplo —contestó mientras se giraba y elevaba el objeto de cerámica hasta la altura de sus ojos—, el cigarro, la ventana, esta calle, el planeta tierra; todo ello existe porque está compuesto de pequeñas partículas, de átomos y fragmentos más pequeños que a su vez los configuran. Todo existe a través de estas ínfimas partículas. La mesa únicamente existe gracias a ella pero las partículas no existen si no es como mesa. Lo mismo sucede con nosotros y la historia.

—Te estás contradiciendo —señaló ella mientras se tocaba la punta de su nariz con la mano izquierda y le apuntaba con el dedo índice de su mano derecha—. ¿No decías que nada tenemos que hacer en la historia, que vivimos en universos paralelos donde nada de lo que hagamos tendrá repercusiones, que el hambre, las miserias y las injusticias nada tenían que ver con nosotros? Si la historia no ocurre si no es a través de nosotros, entonces podemos…

—¡Por eso te hablaba de la física cuántica y de la teoría de la relatividad! —La interrumpió él señalándola con el cigarro sujeto entre el dedo índice y el corazón—. Ambas funcionan para explicar los hechos del mundo. Sin embargo, la primera lo hace a niveles subatómicos mientras que la segunda hace lo propio a muy grandes escalas. Ambas funcionan pero, por extraño que pueda parecer, en ocasiones arrojan resultados contradictorios e incluso irreconciliables.

Después de esto se quedó un momento completamente paralizado, con los ojos entrecerrados y respirando profundamente. Parecía estar buscando algo en su interior que no conseguía encontrar. Faltaba una pieza en aquel puzzle, una pieza que había caído en lo más hondo de sí mismo y no sabía cómo empezar a buscar porque la había perdido antes de conocer su forma. Buscaba a ciegas y de igual modo se atrevió a dar el siguiente paso.

—En nuestro caso, creo yo —puntualizó enseñando las palmas de las manos—, parece que ningún individuo de los que consideramos mentalmente sano desea el sufrimiento de los demás —y la miró directamente a los ojos, buscando claramente una aprobación que no tardó en llegar en forma de leve asentimiento de cabeza—. Pues bien, en el mundo hay recursos suficientes para evitarlo y, sin embargo, millones de personas pasan hambre. Y esto sólo se puede explicar, o justificar, no lo tengo muy claro, a niveles muy distintos de los de nuestras vidas individuales.

—Ya, pero estas partículas de las que hablan no tienen voluntad, no tienen apetencias, deseos, motivaciones, razonamientos, capacidad de sacar conclusiones. No pueden decidir formar parte de lo que forman parte. Conforman tu taza, esta mesa, arden en la ceniza de un cigarro; pero no pueden dejar de hacerlo. Ni siquiera decidieron formar parte de lo que lo hacen.

—¿Acaso tú decidiste ser la que eres? —inquirió él con un tono un tanto hiriente—. Cuando te diste cuenta de quién eras ya estabas en algún lugar, habías recibido una educación, tenías hábitos, un lenguaje y un grupo de conocidos. Todo eso estaba ahí cuando tú despertaste y te diste cuenta de quién eras. En este mismo instante formas parte del interior de este hotel, de un edificio ubicado en Gloucester Street, de un inmueble de una calle de Londres. Es tu primera noche aquí. Apenas conoces lo que te rodea más allá de las vistas que te permite esta ventana. ¿Acaso podrías hacer otra cosa de lo que estás haciendo ahora? ¡Si ni siquiera sabes si se pueden hacer otras cosas! ¡De qué te sirve tener voluntad si no sabes hacia dónde dirigirla! ¡De qué te sirve tener la capacidad de querer si no sabes qué cosas puedes querer! ¡Ahora mismo no sabes si hay mundo más allá de esta calle!

—Quizá no haga falta saber lo que se quiere hacer— resolvió ella mientras se encogía de hombros—. Quizá querer hacer o ser otra cosa de lo que se es o de lo que se está haciendo ya es suficiente. Eso es la voluntad, nuestro querer, nada más, independientemente de nuestros actos. Y además —puntualizó levantando la voz cuando lo vio abrir la boca dispuesto a interrumpirla nuevamente—, tenemos conciencia de nuestro querer, sabemos que lo que queremos lo queremos nosotros.

—No te confundas —replicó alzando los brazos en el aire—, lo quiere esa persona que te encontraste siendo cuando tomaste conciencia de ti misma. No eres más que una neurona que reacciona ante un estímulo eléctrico previamente programado.

—¡Pero las neuronas no saben que son neuronas!— Protestó inclinándose hacia adelante—. ¡Nosotros sí sabemos que somos personas! A lo mejor por el simple hecho de que nos hemos dado esa definición a nosotros mismos. Somos personas porque nos llamamos a nosotros mismos de este modo. O porque somos capaces de decir nuestro propio nombre aunque nos lo hayan puesto otros. No lo sé. Quizá en eso consista la conciencia: en la simple capacidad de nombrarse a uno mismo —concluyó mientras descendía el tono de voz, como si únicamente estuviera hablando para sí misma—. Las neuronas no saben que lo son o, por lo menos, no nos manifiestan que lo saben. Acometen su función mediante impulsos eléctricos pero ninguna de ellas “piensa”. “Pensar” es otra cosa y ocurre a un nivel distinto de los impulsos eléctricos. Quizá nosotros tengamos conciencia pero todavía nos queda comprender esa otra cosa que está un nivel por encima de nosotros: lo que hacemos como conjunto. Ese mecanismo que posiblemente sea la historia y que acontece como un inmenso pensamiento por encima de nuestras cabezas.

—Es posible —contestó él exhalando las palabras, perdido en una derrota invisible—. Sin embargo, el mundo es mucho más extraño que la primera noche en cualquier lugar desconocido.

Ella se levantó de la cama, caminó hacia él y lo abrazó por la espalda. Una ráfaga de aire cálido se precipitó a través de la ventana hacia la oscuridad de la calle. En algún lugar, una bala erró el tiro y comenzó a llover como nunca antes lo había hecho en aquella parte del mundo.

FIN

Enrique Forniés Gancedo


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