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jueves, 10 de enero de 2013

Estratos

Si contáramos la materia del universo sería una partícula desechable, inútil e invisible. Un suceso irrelevante, mínimo, de duración insignificante entre los acontecimientos de la historia. Una superficie opaca, oscura, sin reverberación lumínica en comparación con el más ínfimo de los objetos existentes. En resumen: un cuerpo, una vida humana. Eso es lo que somos.

Aquellas últimas palabras fueron acompañadas con un gesto teatral, recorriendo con las manos la distancia existente entre su cabeza y sus rodillas. El tono con el que una frase fue encadenándose con la siguiente sugería un ensayo previo, una oración elaborada minuciosamente con anterioridad y almacenada en la memoria para sacarla a relucir con dramatismo en el momento oportuno.

—Si hay guerras— continuó agitando su mano derecha con violencia mientras enumeraba—, hambre, miseria, injusticias —tomó aliento—, sus causas y soluciones nada tienen que ver con nosotros.

Resbalaban las últimas horas de una tarde sobre las húmedas paredes del hotel. Se levantó de la cama y caminó lentamente hacia la ventana. En su trayecto recogió la taza que había dejado sobre la mesilla, abrió la ventana de doble hoja y de su bolsillo sacó un paquete de cigarros. Sacó uno, lo encendió, dio una profunda calada y expiró el humo en un profundo y denso suspiro. Ella, entre divertida y asombrada, lo observaba sentada en la misma cama en la que él había estado tumbado momentos antes. Lo hacía como quien asiste a la representación de una obra de teatro que previamente ha leído: sin esperar novedades del texto sino de los gestos y la interpretación del actor.

—Siempre se puede hacer algo al respecto —contestó ella a sabiendas de que únicamente estaba dando la réplica—. Formar parte de algo. No somos más que personas, es cierto, pero la historia cuenta lo que hicieron las personas, sus motivaciones, sus actos y sus repercusiones. De lo contrario —exclamó mientras barría el aire con su mano derecha—, si todo fueran causas y efectos, para conocer lo que ha sucedido en el mundo únicamente estudiaríamos biología y geología. O si me apuras, tan solo física.

—Es posible —contestó él mientras dejaba la taza en el alfeizar de la ventana, se metía la mano derecha en el bolsillo y se giraba hacia la calle—. Las explicaciones históricas y las de vidas de las personas son irreconciliables, ocurren en mundo separados. —Ella lo veía gesticular desde su espalda con el cigarro encendido—. Cuando los libros hablan de Napoleón no lo hacen sobre el individuo, sobre la persona. Napoleón aparece como un acontecimiento en sí mismo y sus palabras delante de las pirámides no las dice una persona. Ni siquiera se la dice a sus soldados. Napoleón sólo es un instrumento a través del cual se manifiestan sus palabras. Y quien las escucha no es una persona sino la historia. Napoleón tan solo es el canal a través del cual fluye la historia —y al decir esto dejó que sus palabras se arrastraran suavemente por su lengua hasta encontrar salida entre sus labios—. Pero lo que discutiera con sus amigos, las flemas de la mañana, las personas con las que se cruzaba cada día y a las que nunca saludaba, sus flatulencias en la siesta, eso nada importa —afirmó mientras deslizaba su mano derecha sobre el aire dibujando un abanico. Después se detuvo y volvió a dar una calada al cigarro para expulsar repentinamente el humo con violencia, como si una idea lo empujara hacia el exterior a modo de fuelle—. Nuestras vidas transcurren en un mundo cuántico mientras que la historia lo hace en el de la teoría de la relatividad.

—¿A qué te refieres? —contestó ella inclinándose hacia adelante, repentinamente interesada por la aparición de una línea de texto completamente nueva en aquel drama.

—Esta taza, por ejemplo —contestó mientras se giraba y elevaba el objeto de cerámica hasta la altura de sus ojos—, el cigarro, la ventana, esta calle, el planeta tierra; todo ello existe porque está compuesto de pequeñas partículas, de átomos y fragmentos más pequeños que a su vez los configuran. Todo existe a través de estas ínfimas partículas. La mesa únicamente existe gracias a ella pero las partículas no existen si no es como mesa. Lo mismo sucede con nosotros y la historia.

—Te estás contradiciendo —señaló ella mientras se tocaba la punta de su nariz con la mano izquierda y le apuntaba con el dedo índice de su mano derecha—. ¿No decías que nada tenemos que hacer en la historia, que vivimos en universos paralelos donde nada de lo que hagamos tendrá repercusiones, que el hambre, las miserias y las injusticias nada tenían que ver con nosotros? Si la historia no ocurre si no es a través de nosotros, entonces podemos…

—¡Por eso te hablaba de la física cuántica y de la teoría de la relatividad! —La interrumpió él señalándola con el cigarro sujeto entre el dedo índice y el corazón—. Ambas funcionan para explicar los hechos del mundo. Sin embargo, la primera lo hace a niveles subatómicos mientras que la segunda hace lo propio a muy grandes escalas. Ambas funcionan pero, por extraño que pueda parecer, en ocasiones arrojan resultados contradictorios e incluso irreconciliables.

Después de esto se quedó un momento completamente paralizado, con los ojos entrecerrados y respirando profundamente. Parecía estar buscando algo en su interior que no conseguía encontrar. Faltaba una pieza en aquel puzzle, una pieza que había caído en lo más hondo de sí mismo y no sabía cómo empezar a buscar porque la había perdido antes de conocer su forma. Buscaba a ciegas y de igual modo se atrevió a dar el siguiente paso.

—En nuestro caso, creo yo —puntualizó enseñando las palmas de las manos—, parece que ningún individuo de los que consideramos mentalmente sano desea el sufrimiento de los demás —y la miró directamente a los ojos, buscando claramente una aprobación que no tardó en llegar en forma de leve asentimiento de cabeza—. Pues bien, en el mundo hay recursos suficientes para evitarlo y, sin embargo, millones de personas pasan hambre. Y esto sólo se puede explicar, o justificar, no lo tengo muy claro, a niveles muy distintos de los de nuestras vidas individuales.

—Ya, pero estas partículas de las que hablan no tienen voluntad, no tienen apetencias, deseos, motivaciones, razonamientos, capacidad de sacar conclusiones. No pueden decidir formar parte de lo que forman parte. Conforman tu taza, esta mesa, arden en la ceniza de un cigarro; pero no pueden dejar de hacerlo. Ni siquiera decidieron formar parte de lo que lo hacen.

—¿Acaso tú decidiste ser la que eres? —inquirió él con un tono un tanto hiriente—. Cuando te diste cuenta de quién eras ya estabas en algún lugar, habías recibido una educación, tenías hábitos, un lenguaje y un grupo de conocidos. Todo eso estaba ahí cuando tú despertaste y te diste cuenta de quién eras. En este mismo instante formas parte del interior de este hotel, de un edificio ubicado en Gloucester Street, de un inmueble de una calle de Londres. Es tu primera noche aquí. Apenas conoces lo que te rodea más allá de las vistas que te permite esta ventana. ¿Acaso podrías hacer otra cosa de lo que estás haciendo ahora? ¡Si ni siquiera sabes si se pueden hacer otras cosas! ¡De qué te sirve tener voluntad si no sabes hacia dónde dirigirla! ¡De qué te sirve tener la capacidad de querer si no sabes qué cosas puedes querer! ¡Ahora mismo no sabes si hay mundo más allá de esta calle!

—Quizá no haga falta saber lo que se quiere hacer— resolvió ella mientras se encogía de hombros—. Quizá querer hacer o ser otra cosa de lo que se es o de lo que se está haciendo ya es suficiente. Eso es la voluntad, nuestro querer, nada más, independientemente de nuestros actos. Y además —puntualizó levantando la voz cuando lo vio abrir la boca dispuesto a interrumpirla nuevamente—, tenemos conciencia de nuestro querer, sabemos que lo que queremos lo queremos nosotros.

—No te confundas —replicó alzando los brazos en el aire—, lo quiere esa persona que te encontraste siendo cuando tomaste conciencia de ti misma. No eres más que una neurona que reacciona ante un estímulo eléctrico previamente programado.

—¡Pero las neuronas no saben que son neuronas!— Protestó inclinándose hacia adelante—. ¡Nosotros sí sabemos que somos personas! A lo mejor por el simple hecho de que nos hemos dado esa definición a nosotros mismos. Somos personas porque nos llamamos a nosotros mismos de este modo. O porque somos capaces de decir nuestro propio nombre aunque nos lo hayan puesto otros. No lo sé. Quizá en eso consista la conciencia: en la simple capacidad de nombrarse a uno mismo —concluyó mientras descendía el tono de voz, como si únicamente estuviera hablando para sí misma—. Las neuronas no saben que lo son o, por lo menos, no nos manifiestan que lo saben. Acometen su función mediante impulsos eléctricos pero ninguna de ellas “piensa”. “Pensar” es otra cosa y ocurre a un nivel distinto de los impulsos eléctricos. Quizá nosotros tengamos conciencia pero todavía nos queda comprender esa otra cosa que está un nivel por encima de nosotros: lo que hacemos como conjunto. Ese mecanismo que posiblemente sea la historia y que acontece como un inmenso pensamiento por encima de nuestras cabezas.

—Es posible —contestó él exhalando las palabras, perdido en una derrota invisible—. Sin embargo, el mundo es mucho más extraño que la primera noche en cualquier lugar desconocido.

Ella se levantó de la cama, caminó hacia él y lo abrazó por la espalda. Una ráfaga de aire cálido se precipitó a través de la ventana hacia la oscuridad de la calle. En algún lugar, una bala erró el tiro y comenzó a llover como nunca antes lo había hecho en aquella parte del mundo.

FIN

Enrique Forniés Gancedo


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martes, 18 de diciembre de 2012

Órbitas celestes

La última de sus cartas la había utilizado para señalar el punto por el que iba mi lectura de aquel libro. La verdad es que no pensaba que aquella obra me fuera a decir nada de provecho. Sin embargo, me había llamado poderosamente la atención que un título que podría haberse encontrado en las estanterías de una biblioteca anterior al siglo XV apareciera entre las obras de divulgación científica editadas en este mismo año. Sobre el lugar del hombre en el Universo. Una defensa de la teoría geocéntrica. Estas letras aparecían impresas en negro sobre las tapas rojas, al igual que algo así como un esquema del sistema solar en el cual, sobre cada una de las pequeñas esferas, habían colocado el nombre de un planeta. En el centro de todos aquellos círculos concéntricos se encontraba la que llevaba sobre ella la inscripción “Tierra”.

Llegué a mi casa y dejé el libro a un lado sacando de entre sus hojas aquella carta. Sabía que ella las dejaba en mi buzón directamente porque en el sobre nunca había sello. La desplegué y suspiré profundamente. Su letra era cuidada y el simple hecho de que hoy en día alguien escribiera a mano una carta ya decía mucho de su personalidad. Asimismo, comprobar lo cuidado de sus expresiones, la coherencia que todo el texto sostenía y su limpieza absoluta, sugería que era un escrito que había sido pasado a limpio más de una vez.

Comencé a leer la carta aun cuando podía imaginarme el contenido. Llevaba recibiendo misivas como aquella más de un año y medio. En ellas me decía que pensaba en mí todo el tiempo, que me amaba (cito textualmente) con una fina locura, que todas las letras que se imprimían sobre aquel papel mostraban el amor que por mí sentía. Y todas y cada una de aquellas cartas decían exactamente lo mismo, aun cuando utilizara otras palabras. He de admitir que al principio la novedad fue divertida, pero con el paso del tiempo se tornó un tanto pesada. No es que pareciera amenazadora u obsesiva, sino aquellas cartas eran como comer lo mismo todos los días.

“Hoy no sabría qué decirte”, comenzaba el primer párrafo. Pero como yo sí conocía lo que seguramente vendría después, guardé nuevamente el pliego en el sobre y abrí el libro sobre la mesa. En seguida me vi absorbido por aquella otra lectura. Sus páginas explicaban con asombrosa claridad todas las teorías sostenidas hasta el momento que defendían la posición central de la Tierra, no sólo dentro del Sistema Solar sino también del Universo entero. Explicaba sobre todo la noción mantenida por Aristóteles y cómo el concepto que sostuvo de espacio le había llevado a proclamar que las esferas celestes se encontraban en una especie de danza alrededor de aquella esfera que llamábamos Tierra. ¡Qué absurda parecía aquella teoría!

Entonces me acordé de la carta que todavía estaba sobre la mesa. Abrí uno de los cajones y saqué la carpeta marrón que en su momento había reservado para guardar todas las que me había escrito. Normalmente, en cada una de ellas, describía cada uno de los momentos del día en el que se había acordado de mí, las horas en las que me había pensado y cómo toda su jornada rondaba en torno a un pensamiento acerca de mí. Me contaba cómo imaginaba que sería estar a mi lado, girar acompasadamente mientras bailábamos abrazados por la noche, llegar a casa y poder contarme el día mientras mi sonrisa le iluminaba el rostro. Guardé la carta junto a las demás y retomé el libro.

Aristóteles comprobó que al soltar un cuerpo a cierta altura, éste caía siempre hacia el lugar más bajo en busca del reposo. Y como todos los cuerpos caían hacia la Tierra, ésta debía ser el lugar más bajo y por tanto más céntrico del Universo. Sin embargo, al aparecer la física newtoniana, desechó esta idea. La posición no era una cualidad de los cuerpos sino una referencia respecto de un eje de coordenadas. No había centro en torno al cual gravitar: el Universo era infinito.

Cuando despegué mis ojos de las letras el sol se había puesto. ¿Recibiría mañana otra de aquellas cartas? La situación comenzaba a ser un tanto agotadora. Como no sabía qué hacer para contestarla, en una ocasión dejé pegada con un trozo de celo sobre mi propio buzón, una carta para ella. Decía que no sabía quién era, pero que por favor parase de hacer aquello, que no necesitaba a nadie dando vueltas y más vueltas a mi alrededor. Sin embargo, no funcionó. En su lugar me escribió nuevamente diciéndome que se sentía irremediablemente atraída hacia mí como si una fuerza gravitatoria estuviera actuando sobre ella, y que evitarlo no era cuestión suya sino de la naturaleza.

Sacudí la cabeza tratando de deshacerme de todas aquellas ideas mediante la fuerza centrífuga. Agarré por los extremos las dos páginas contrapuestas del libro y volví a sumergirme en una astronomía de andar por casa. El caso era que aquella obra pretendía demostrar que la misma razón que había desbancado la concepción aristotélica del Universo también podía hacerlo con la newtoniana. Es decir, si era cierto que el Universo no tenía centro al que todos los cuerpos cayeran, entonces no podíamos asegurar que algo se mantuviera fijo mientras los demás cuerpos celestes giran a su alrededor. Las esferas de los cielos se moverían únicamente en relación con un punto de observación concreto. El hecho de haber elegido el sol como punto de referencia únicamente consistía en una cuestión de consenso que, en principio, no mostraba razón alguna para que no pudiera ser abandonada. Los pasajeros de un tren parecen estar quietos unos respecto a otros, pero no es así en relación con quienes los ven pasar desde el andén.

Seguir aquel argumento me había agotado bastante, así que decidí que para descansar un rato leería aquella carta, como había hecho con todas. “Hoy no sabría qué decirte”, comenzaba. Pero después continuaba de una forma abrupta que nada tenía que ver con las epístolas anteriores. No existía la retahíla amorosa a la que me tenía acostumbrado. Aquello hizo que inconscientemente me echara sobre el papel. Decía que no tenía muy claro qué era lo que había pasado, pero no estaba dispuesta a seguir más tiempo con aquello. Abandonaba el baile, dejaría de rondar a mí alrededor. Después, se despedía con un lacónico “adiós”, en el que no se leía siquiera rasgo alguno de tragedia.

Dejé nuevamente a un lado la carta, sin asimilar realmente lo que había leído. Absorto en un instante vacío, sin pensamiento alguno, dejé la carta a un lado y retomé el libro. Las últimas páginas estaban dedicadas a explicar la situación que generaba aquel argumento. Sin centro en el Universo no hay eje privilegiado en torno al cual giren las esferas. La Tierra sólo giraba en torno al Sol en la medida en que habíamos decidido que así fuera al tomar éste como punto de referencia estable. Pero no tenía por qué haber sido así.

Amanecía. La carta arrugada estaba metida entre las últimas páginas del libro. De hecho, a simple vista parecía un pliego más de éste. La cogí mientras observaba cómo aparecían sobre los tejados de las otras casas los primeros rayos de sol. Y sentí que en aquel instante la Tierra se detenía al tiempo que el Sol comenzaba a elevarse en el cielo. Saqué un lápiz del bote que tenía sobre la mesa, extendí un pliego de papel sobre ella, y comencé a escribir una carta sin tener muy claro cómo la haría llegar hasta ella.

FIN

Enrique Forniés Gancedo

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martes, 27 de noviembre de 2012

El marco

Llegó el día en que no pude soportarlo más y le hice la pregunta:

—¿Por qué tienes un marco vacío en la mesilla?

Efectivamente. Encima de la mesilla del salón, bajo un flexo que apuntaba hacia abajo con aspecto cansado, mi tío tenía un pequeño marco fotográfico, de color negro lacado y del tamaño de una cuartilla doblada por la mitad. Aquel objeto había atraído mi atención desde que era niño pero nunca me había atrevido a comentarlo. Recuerdo que las primeras veces que reparé en él no le presté demasiada atención. Debía tratarse de un cuadro que había quitado o de una fotografía que pondría próximamente. Sin embargo, cada vez que iba con mis padres a visitar a mi tío, yo aprovechaba para echar alguna mirada furtiva al marco. Nadie más lo hacía y nunca escuché a mis padres comentar nada sobre este asunto, por lo que tampoco me atrevía a ser muy descarado al respecto. Por aquel entonces pensé que debía existir alguna explicación que pertenecía al mundo de los adultos, una razón fuera de mi alcance y que todos entendían menos yo. Así que, por no quedar como un tonto, decidí mantener vigilado aquel objeto sin poner sobre aviso a nadie. Tampoco es que me sentara a observarlo. No esperaba que comenzara a moverse o cambiara de color. Simplemente me limitaba a echarle un corto vistazo cuando llegábamos a su casa y otro cuando nos íbamos.

Después, con el tiempo, aquello que me inquietaba comenzó a convertirse en lo único que me aportaba tranquilidad. Yo iba creciendo y comenzaba a descubrir mis primeras angustias. El amor, la muerte, las primeras teorías metafísicas sobre la realidad. Pensaba que pocas cosas eran importantes y que la mayor parte del tiempo lo perdíamos en obligaciones y mandatos que procedían de otras personas. Aquello me preocupaba porque parecía que alguien había acelerado el paso de los acontecimientos y únicamente yo parecía haberme dado cuenta. Tenía un ansia de vivir atroz, pero no sabía cómo hacerlo. En aquel periodo, el marco se convirtió en una especie de asidero, en una piedra en medio del río que no se dejaba arrastrar por la corriente. Todo cambiaba a su alrededor menos él, por lo que cada vez que iba a casa de mi tío y descubría que continuaba allí, delimitado únicamente por los cuatro pequeños y oscuros bastidores, se me escapaba de manera inconsciente un suspiro que nadie más escuchaba.

No recuerdo exactamente cuándo comencé a visitar a mi tío sin mis padres ni la razón por la que empecé a hacerlo. Lo único que sé es que, cuando estaba en la universidad, comencé a tomar por costumbre ir a comer a su casa dos viernes de cada mes. Nadie lo estableció así, pero cuando me di cuenta hacía tiempo que se había convertido en una costumbre. A menudo comíamos en el salón, en una mesa baja que tenía frente al sofá, de manera que aquel marco quedaba a mi izquierda, tan cerca de mí que podría haberlo cogido en cualquier momento. De hecho, alguna vez pensé en hacerlo: cogerlo como si me hubiera llamado la atención repentinamente y juguetear con él entre las manos mientras lo observaba esperando a que él me dijera algo. Pero nunca encontré la fuerza para ello, pues imaginaba que si lo hacía ofendería a mi tío de alguna forma. Por aquella época me gustaba decir que había algunas personas que tenían aura. Lo decía de todas aquellas a las que consideraba que se ocupaban de lo realmente importante y vivían sin que les afectasen las cosas comunes. Es posible que hicieran lo mismo que el resto de personas, pero lo hacían por otros motivos. Y como desconocía los motivos por los que aquel marco había llegado allí, no me atrevía ni siquiera a tocarlo.

Como decía, por aquel entonces me asaltaban esas angustias metafísicas que más adelante acabaría matando con el trabajo. Inquietudes que pensé oportuno comentar con mi tío, pues él parecía emanar una especie de equilibrio físico y emocional del que yo carecía completamente. A causa de estas conversaciones, comencé a frecuentar su casa más a menudo. Aquellas charlas se producían por lo general después de comer porque también fue en aquella época cuando comencé a aficionarme al café. En ocasiones, nuestras conversaciones se prolongaban hasta la noche sin que perdieran su ritmo constante. Los argumentos fluían y me sentía arrastrado por la necesidad de las palabras. Hablaba porque no tenía más remedio que hacerlo. Sin embargo, pese a que en innumerables ocasiones llegué a confesarle cosas terribles sobre mi propia personalidad y los deseos que impulsaban mi vida, nunca me atreví a mencionarle nada sobre aquel marco vacío que parecía escuchar atentamente cada una de nuestras conversaciones.

Recuerdo que la noche que cumplí veinte años soñé con aquellas cuatro maderas lacadas de color negro. Lo tenía en frente de mí. En ocasiones parecía tan grande como una puerta y otras era capaz de sostenerlo en la mano. En el sueño seleccionaba fotografías que tenía dispersas sobre una mesa sin bordes y trataba de hacerlas encajar dentro de aquel cuadrado. No sabía cuándo se habían hecho, pero yo era consciente de que aquellas fotografías eran mis recuerdos y únicamente aquellos que pudieran encajar dentro del marco se salvarían. El resto serían quemados por alguien que vigilaba aquella escena desde algún punto de la oscuridad. Recuerdo la angustia de tratar de encajar las fotografías, una detrás de otras, doblando las esquinas, poniéndolas en horizontal, girándolas, presionándolas con fuerza contra el marco. Entonces el sudor comenzó a brotar a borbotones por todos los poros de mi piel e inundó la mesa sobre la que estaban repartidas todas las imágenes. Yo gritaba que me estaba desangrando pero en realidad decía que me estaba olvidando de todo. Entonces saltaba encima de la mesa y caminaba hacia el marco. Como todas mis fotografías se habían ido con la corriente mi cuerpo apenas pesaba y flotaba sobre mi propio sudor. Así que caminé hacia aquel marco que ahora parecía medir más de dos metros de alto. Caminaba hacia él a pesar de que era consciente de que cuando me encontrara entre aquellos bastidores, algo terrible iba a pasarme. Cerré los ojos y continué caminando. Cuando los abrí no vi el marco delante de mí. Giré la cabeza y lo encontré a mi espalda. No recuerdo más del sueño.

Aquella imagen comenzó a asaltarme de vez en cuando. Era un pensamiento recurrente que me golpeaba en los momentos más inesperados. Si leía un libro, enseguida encontraba menciones a marcos de referencia o cuestiones encuadradas en un contexto. Si hablaba con alguien, me contaba el cuadro que se me había montado en su casa cuando se rompió el marco de la puerta de entrada. Si trataba de dibujar algo, únicamente podía trazar esquinas que se unían mediante líneas horizontales. Aquel marco nunca aparecía como tal frente a mí, nunca se materializaba como un objeto, pero las situaciones que evocaban su imagen se me hacían cada vez más habituales y me golpeaban cada vez más fuerza. Todo lo que me sucedía en el mundo podía representarse como un marco vacío. No volví a soñar con aquel objeto, pero toda mi realidad se encontraba rodeada por él y comencé a pensar que en todo aquello había un sentido que nunca sería capaz de descifrar por mí mismo. Necesitaba alguien con una capacidad superior, alguien con un pensamiento con mayor alcance que el mío. Me sentía como un daltónico que por más que observa dos tonalidades distintas jamás logrará averiguar dónde se encuentra la diferencia.

Fue por eso por lo que se lo pregunté. Un día, en mitad de uno de aquellos silencios reflexivos y a veces incómodos que manteníamos tras un cruce de argumentos, mi estado de nervios llegó a un límite insoportable. Es posible que el café tuviera algo que ver al respecto. Agarré aquel pequeño recuadro vacío de madera lacada y dije:

—¿Por qué tienes un marco vacío en la mesilla?

Recuerdo que se echó hacia atrás y esbozó una sonrisa de medio lado que dejó entrever su colmillo derecho. Aquella mueca lobuna hizo que algo se me removiera por dentro.

—Me gusta que esté vacío —me contestó—. Mientras no contenga nada siempre podrá contener cualquier cosa. Si colocas la fotografía de un paisaje o de una persona, pero luego deseas dejar de ver cualquiera de las dos cosas, no bastará con que te deshagas de la imagen. La seguirás viendo aunque el marco esté vacío. Si realmente quieres olvidarla tendrás que deshacerte del marco. Sin embargo, si nunca pones nada, siempre podrá contener cualquier cosa.

Algo en sus palabras o en el tono en el que las pronuncio me sugirió un fondo de pose y falsedad, un papel bien aprendido que había estado guardando hasta que alguien le preguntara por aquel marco. Aquella contestación, tan intencionadamente cargada de metafísica, me decepcionó. El aura de mi tío se desvaneció en aquel mismo instante porque supe que si hacía las cosas por motivos diferentes al resto de personas, era por casualidad, puesto que ni él mismo sabía los motivos por los que tenía un marco vacío encima de la mesilla. Aquellas razones las había inventado alguna tarde de aburrimiento y había quedado tan satisfecho con ellas que había decidido compartirlas únicamente con quien considerara digno de conocerlas. Sin embargo, a mí me parecieron ridículas, absurdas y tan cargadas de superficialidad que perdí el interés por ellas de inmediato. Desde aquel momento, mi tío pasó a convertirse en alguien completamente plano y sin nada interesante que decir acerca de mis angustias y preocupaciones personales. En cierto modo, me sentí traicionado, por lo que decidí guardarme aquellas inquietudes para mí mismo y no volver a compartirlas con nadie.

No sé muy bien por qué pero últimamente me acuerdo de aquellos momentos de mi vida. No sé si fueron felices pero los recuerdo con nostalgia, que viene a ser lo mismo. Me he mudado a una ciudad distinta y mis cosas están distribuidas en el interior de varias decenas de cajas dispersas por el salón de una casa nueva. He sacado mis pertenencias más básicas, lo mínimo para poder subsistir hasta que consiga sacudirme la pereza y comience a ordenar mi vida. Sin duda, lo que más me está costando es decidir dónde colocaré el marco vacío.

FIN

Enrique Forniés Gancedo


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